MUMFORD L (1961), “Capítulo XIV - Expansión Comercial y Disolución Urbana, 4. Los especuladores y el trazado de la ciudad”. La Ciudad en la Historia, Logroño (Esp): Pepitas de calabaza Ed., pp.701-709.
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(..) La ampliación del trazado en damero con propósitos de especulación y el sistema de transportes públicos fueron las dos principales actividades que dieron predominio a las formas capitalistas en las ciudades en desarrollo del siglo XIX. Las diligencias públicas fueron seguidas por los ferrocarriles, las balsas de vapor, los puentes, los tranvías eléctricos, los subterráneos y los trenes elevados, aunque no siempre en el mismo orden cronológico. Cada nueva ampliación de la ciudad, cada nuevo aumento de población, podían justificarse como seguro contra la inversión excesiva en estos servicios públicos y como una garantía más del aumento general de los valores inmobiliarios, no solo dentro de los límites de la ciudad, sino incluso en los territorios circundantes, que no formaban parte del municipio. Una economía en expansión reclamaba una población en expansión; y una población en expansión requería una ciudad en expansión. El firmamento y el horizonte eran los únicos límites. En términos puramente comerciales, desarrollo numérico era sinónimo de mejora. El censo de población bastaba para establecer la jerarquía cultural de una ciudad. Pronto seremos testigos de los resultados finales de este proceso con la formación de Megalópolis.
Al estimar la necesidad de nuevos subterráneos en Nueva York, por ejemplo, hace casi medio siglo, el ingeniero de la Comisión de Servicios Públicos proporcionó el enunciado clásico de este planteamiento: «Necesariamente todas las líneas deben estar trazadas hacia el objetivo: Manhattan. Toda línea de tránsito que lleve gente a Manhattan aumenta su valor en bienes raíces. En consideración a su situación geográfica y comercial, el valor de la propiedad en la isla de Manhattan debe aumentar exactamente en la misma medida en que aumente la población en el territorio circundante». (..)
Ni siquiera había entrado en la nueva mente urbana la idea de que una ciudad no podría controlar su crecimiento sin controlar el desarrollo de sus tierras y que ni siquiera podría dejar espacio para sus mismos edificios públicos, en las ubicaciones convenientes, a menos que pudiera adquirir tierra mucho antes de que surgiera la necesidad concreta de ella. La noción misma de control público fue tabú desde el comienzo. Cuando se trataba de ganancias, se consideraba, con fidelidad a la teoría capitalista clásica, que los intereses privados eran superiores a los intereses públicos. Cierto es que los poderes del Estado o el municipio no fueron nunca rechazados completamente por la empresa capitalista. Ávidamente, el capitalismo reclamaba grandes subvenciones y subsidios, o directamente regalos enormes, como los que promovieron en su origen los ferrocarriles del Oeste y como los que ahora, con no menor imprudencia, subvencionan los transportes aéreos y coches privados.
Así, la ciudad, a partir de comienzos del siglo XIX, no se consideró una institución pública sino una empresa comercial privada que se administraría de cualquier manera, siempre que pudiera aumentar el rendimiento del capital y promover la subida de los valores inmobiliarios. (..)
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2022-05-11